ROBIN HOOD
La pieza era cuadrada y alta hasta el cielo. Desde el mismo centro caía de una especie de roseta de yeso una larga cadena que sujetaba una inmensa lámpara.
Se trataba de una tipica "casa chorizo" donde todas las piezas daban a un patio sin techo por donde corría el agua los días de lluvia. Esto obligaba a la construccion de un umbral de unos 10 cm para que el líquido elemento no se filtrara por las puertas.
No había aires acondicionados y delante de las dos puertas que cerraban el ambiente, colgaba una persiana de enrollar de madera, ruidosa y larga. Ésta servía para poder dejar las puertas abiertas, en épocas de altas temperaturas, y que no se vea todo de afuera.
A su vez, las dos puertas permitían, abriendo unas pequeñas persianas internas, ver el patio a través de unos cuadraditos de vidrios. Esto se usaba en época invernal para que entrara la luz sin tener que abrirlas y morir de frío.
En ese universo de 4x4 se desarrollaba mi vida después de cenar. Todo era inmenso, menos yo. El sueño tardaba mucho en llegar y el reloj se negaba a correr.
En la pared que contenía a las puertas, al costado derecho estaba mi cómplice parado esperando para salir al ruedo. En las sombras de la noche negra con un guiño nos entendíamos. Él sabía lo que necesitaba con solo ver mi cara.
El tema es que nadie en la casa debía enterarse lo que estaba pasando en esa pieza. En penumbras salía sigilosamente hacia mi "socio" y raudamente nos metíamos bajo las sábanas y la frazada para desarrollar la acción. La trilogía se completaba con una linterna de mano roja y blanca que iluminaba esa especie de carpa, para nada visible desde el exterior.
En ese universo paralelo hubo crímenes y misterios. También, hubo lugar para risas y aventuras; algún amor y mil desamores; fotos, dibujos y mapas de islas olvidadas y tesoros perdidos. Hubo reyes, faraones y príncipes; fidelidades y traiciones; ricos y pobres; niños y viejos. Todo duraba lo que las pilas o el sueño lo permitieran.
Luego, vendría la mañana y con el un nuevo día y la vuelta al mundo que me vio nacer. Ese que sufrimos y gozamos día a día. Donde lo que muere, jamás resucita; lo que vive, a la larga termina. Ese mundo, donde en plena comedia te podés caer del renglón y volverte tragedia o al revés. Ese que a la larga, siempre, termina igual.
Bueno, no siempre. Mi cómplice me susurró al oído que mi final sería otro. Así me dijo, en serio. Escuchá:
Qué la luz de una linterna, como el tercer ojo de un médico, se metería dentro de una carpa de sábanas y entonces, mi cómplice me leería una historia que nunca acabe y no importarían, ni las pilas, ni los sueños. Y que no habría mundo, ni mañana.
Ese día se ha de cerrar el libro para siempre y será mío... para toda la eternidad.
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