Adoquines y estrellas


 Treinta mil adoquines tiene más o menos una cuadra. En Aguirre y Malabia es así, por lo menos.

Los conté uno por uno y hasta les puse nombre.

Le dije a mis vecinos que me ayudaran y hasta el cura vino a supervisar la cuestión. El padre Paco tiraba agua bendita y decía unas palabras por lo bajo. Mientras tanto los transeúntes miraban azorados la ceremonia. Algunos se olvidaban las bolsas con ropa o zapatos  recién comprados en los outlet y pedían participar.

Fatima supervisaba todo el protocolo, y el Chino Leo del Supermercado 2000 andaba a los gritos pidiendo que alguno fuera bendecido con su nombre: "Neoné".

El problema empezó cuando íbamos por mitad de cuadra y los veedores no se ponían de acuerdo con lo ya realizado.  

"No, no, asinopuesé" repetía el Chino colmado de bronca.

Fátima y los brasileros que salían de "Alfisjeans" sugerían volver a empezar y escribir con alguna tinta indeleble, el nombre en cada adoquín.

Tras varias horas de idas y vueltas se decidió recomenzar y llamamos a un letrista para lograr la mayor claridad posible.

Empezamos a las 21 hs y terminamos al día siguiente a las 15 hs. Una vez finalizados los trabajos, se organizó un gran baile. Los músicos del barrio sacaron los parlantes, instrumentos y micrófonos a la calle. 

Se empezó a juntar gente. Venían de todos lados. Se sacaban fotos con los adoquines y las subían a las redes sociales. Todo era un delirio de alegría y placer. Pero al caer la noche, las nubes se hincharon de sangre y la oscuridad dispersó a la muchedumbre.

Una lluvia sangre tapó todo el trabajo realizado por los vecinos.  La calle se volvió una hemorragia de dolor. 

Leo miraba de reojo y se hacía el sota. Fátima se apoyaba desde el lado interno de su ventana y lloraba en silencio. Los músicos, los artistas, los cantores se quedaron sin voz, sin hojas, sin cuerdas, ni estuches.

Nadie quería mirar al piso. Ese rojo asesino que todo lo cubría generaba angustia, pánico, bronca y dolor. Empezamos a mirar para arriba, entonces.

Allí fue cuando nos dimos cuenta que en el cielo de la calle Aguirre y Malabia había exactamente  30 mil estrellas y cada una de ellas tenía un nombre y una fecha que coincidía con nuestro suelo.

Salimos a los gritos para bañarnos en esa luz brillante. Vimos, entonces,  que el rojo comenzaba a rajar por las alcantarillas junto a un puñado de viejos ratones mugrientos.

 En ese mismo instante recuperamos la calle y el cielo.









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