Marola, la Singer y la muñeca


La casa era como de otro siglo. Paredes altas con ladrillo a la vista y un techo como un cielo del que colgaban salamines y chorizos.
La gente pasaba por el frente de la casa caminando, en bicicleta o a caballo y gritaba el mantra para entrar: Marolaaaa!!! Y allí mi tía abuela habilitaba el paso. 
La silla de madera pintada de azul y el asiento de paja se ofrecía junto con el mate o el vaso de vino bajo el alero.
Allí, las tardes pasaban entre gallinas y granos de maíz. La televisión blanco y negro con una mañanita de tres colores yacía obsoleta en un rincón del comedor. La radio muda en la cocina nunca se prendía cuando había gente en la casa.
Era muy pibe y esas escapadas hasta la quinta en Mercedes (provincia de Bs As) por la vieja Gaona tenían gusto a viaje en el tiempo.
En lo de Marola había que bombear manualmente para tomar agua fresca de las napas. 
Se producía lo que se comía. Se trabajaba bajo el sol y se agradecía al cielo por lo que la tierra otorgaba. 
El astro rey era el reloj del día. Se laburaba mientras había luz.  Luego, el fuego, la charla, la mesa compartida, las historias, cuentos y leyendas de boca en boca; de mesa en mesa y de noche en noche copaban la parada.
Alguien decía algo de una pelota o una Singer. Muchos miraban al piso y callaban. Contaban el misterio de adiós que siembra el tren como decía el poeta de Añatuya; y el secreto del reloj de las estaciones clavado en la hora macabra en que Frondizi decidió cerrar la Trocha, para qué  los tambos cedieran al monopolio, el milagro de la leche en cada mesa.
En la esquina del comedor, un cuadro de madera portaba un equipo de Boca del 54 y la pared apilaba calendarios de Alpargatas dibujados por Molina Campos que siempre llegaban al 55.
Veinte años de olvido y  silencio refugiados en los recuerdos de la estación y los peones en el almacén mientras la taba volaba por el aire para siempre caer de culo.
Allí, en ese paraíso olvidado, la tía se fue volviendo vieja y quedándose cada año un poco más sola. 
Mi viejo le llevaba masas, facturas y galletas; entonces,  ella organizaba para darle el chocolate a los pibes de la zona porque la solidaridad,  el amor o el recuerdo de la Singer , la empulsaban a obrar en consecuencia. 
Una noche el corazón le dijo basta y se durmió para siempre. No hubo celular, ni ambulancia, ni nada más que oscuridad y silencio.
Acaso pudo ser distinto todo, si ella hubiera decidido irse y ya. Cambir su vida, sus animales, sus altas paredes, su taba al aire y el silencio con música de grillo y luz de luciérnaga por una pieza en una calle asfaltada.
Pero prefirió soñar con el tren y la chata en el cruce. Prefirió estar bien cerca de la máquina de coser y pedir con todas sus fuerzas una muñeca; cerrar los ojos y despertarse en el país que le habían robado.
Ojalá haya sido así. El tema es quien le va a dar a los pibes el chocolate; si ya casi  no quedan compatriotas  con pelotas.

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